jueves, junio 14, 2007

viernes, junio 01, 2007

La conquista de Tiro


Una de las mayores gestas de Alejandro Magno fue la conquista de la ciudad de Tiro (sur de Beirut, Líbano) tras más de seis meses de violento asedio. Pero, ¿todo el mérito fue del gran estratega y sus tropas? Según un estudio del Centro Europeo de Investigación y Enseñanza de Geociencias del Medioambiente en Aix-en-Provence (PNAS), además del trabajo de los ingenieros de Alejandro que construyeron un paso elevado de un kilómetro que unía el territorio de la costa fenicia a la antigua isla de Tiro, las fuerzas de la Naturaleza se pusieron de su lado para permitirle tomar la ciudad.

En el año 332 a.C, Tiro era la ciudad-estado fenicia más importante. Tenía cerca de 40.000 habitantes, que basaban parte de su prosperidad económica en la envidiable situación geográfica de la isla, con dos puertos fortificados ubicados frente a la costa y rodeada por una gigantesca muralla de unos 45 metros de alto. Unos elementos que llevaron a las tropas de Alejandro a combatir junto a las murallas casi siete meses antes de proseguir su avance hacia Oriente en busca del persa Darío III Codomano.

Los científicos, dirigidos por el doctor Nick Marriner, analizaron los registros de sedimentos costeros de los pasados 10.000 años para descubrir cómo los ingenieros de Alejandro aprovecharon un puente de arena natural, que se generaba mediante grandes restos de sedimentos y olas de baja fuerza, para formar un vínculo permanente con el continente. Según los autores, hace entre 8.000 y 6.000 años existían entornos marinos poco profundos entre los seis kilómetros que separaban la isla del continente. Fue entonces cuando una desaceleración de la subida del nivel del mar postglaciar y la dispersión de las energías de las olas en Tiro provocaron un crecimiento natural de un banco de arena que unía la isla con el litoral. Sólo el uso de estos istmos sublitorales naturales, utilizados por las tropas alejandrinas para construir un puente artificial, permitió romper las defensas de la isla.

Pero, ¿qué fue realmente el asedio de Tiro? El asedio de Tiro es uno de los capítulos más fantásticos de la campaña de Alejandro en Asia y en el que se puede apreciar el carácter incansable del visionario macedonio. La antigua ciudad había sido conquistada en 373 a.C. por los babilonios, sin embargo las tropas del rey Nabucodonosor no pudieron con la pequeña isla, que se fortificó cada vez más hasta hacerse casi invencible. Trece años pasaron para que los babilonios dejaran la antigua ciudad de Tiro y cuarenta para que la isla pudiera ser conquistada.

En su avance hacia Oriente en el 332 a.C., Alejandro Magno, consciente de su fuerza tras el paseo militar que supuso la conquista de Sidón, se propuso conquistar Tiro y ofrecer un sacrificio en el Templo de Melkart-Hércules. Alejandro subestimó la fuerza y el orgullo de los tirios. Lograr un ataque directo era imposible debido a la solidez de la isla por lo que Alejandro Magno reunió a su grupo de arquitectos, con Diades de Larisa a la cabeza, y les encomendó la construcción de las más grandes máquinas de asedio conocidas a la vez que se creaba un muelle que debía cubrir la distancia que separaba el levante fenicio de la isla de Tiro. Las máquinas de guerra, montadas sobre plataformas sustentadas por varios trirremes, contaban con baterías de catapultas con resortes de torsión que eran capaces de disparar gigantescas rocas en sentido horizontal, y en lo alto balistas que lanzaban piedras y proyectiles incendiarios en sentido parabólico. En la parte superior contaban con escaleras que serían desplegadas para tomar las torres.

Tras incrementar su fuerza naval con 300 naves sidonias y neutralizar la flota tiria, Alejandro inició el asedio a la ciudad. Inició el ataque con la ayuda de los barcos y las máquinas de guerra flotantes por la parte más débil (isla de Melkart, al sur), logrando hacer un forado en la muralla. Tras tres días de tormenta, Admeto y Coeno comandaron el segundo ataque y lograron pasar las murallas, sin embargo, la defensa continuó y Alejandro Magno realizó el ataque definitivo, tomando primero el palacio y luego el resto de la isla.

Durante el ataque, la ciudad fue devastada y murieron cerca de 8.000 tirios, de los cuales 2.000 fueron crucificados y colgados desde lo alto de las murallas. También murieron alrededor de 400 hombres de Alejandro Magno. El resto de tirios fueron apresados y vendidos como esclavos, salvándose solo aquellos que se refugiaron en el templo. Finalmente, sobre los escombros de la isla, Alejandro Magno ofreció un sacrificio a Melkart-Hércules tras el que se celebraron desfiles y festivales.

Con esta victoria Alejandro Magno pudo asegurarse la conquista de toda la costa oriental, evitando que los persas atacaran Grecia en cualquier momento y logrando un seguro abastecimiento para su ejército en su imparable avance hacia el Imperio Persa.


martes, febrero 27, 2007

La Biblioteca de Alejandría


La historia está poblada de leyendas y fábulas que resisten el paso del tiempo. Alguien dijo, que los historiadores, a fin de evitarse las molestias de las averiguaciones, se copian los unos a los otros, de manera que las leyendas se convierten en una parte esencial de la historia; no entraré en esa discusión, pero lo cierto es que ningun mito ha preservado la tenacidad de una leyenda tendenciosa que se extendió durate siglos por las escuelas medievales: el incendio de la biblioteca de Alejandría a manos de los árabes cuando conquistaron la ciudad en el siglo VII. Los árabes nunca pudieron incendiar la Gran Biblioteca de Alejandría, ni siquiera la Pequeña Biblioteca, ya que cuando las tropas de 'Amru llegaron a la ciudad en el 641, ya hacía cientos de años que no existía. Lo que encontraron los árabes fue una ciudad dividida, arruinada y exhausta por siglos de luchas civiles.

Todos hemos oído hablar de la Biblioteca de Alejandría, pero ¿cuál es su historia? Alejandría, fundada cerca del delta del Nilo por Alejandro Magno el 30 de marzo de 331 a.C., acogió la mayor biblioteca de la antigüedad clásica. Según indican los escritos del obispo griego San Ireneo (130-208 d.C) Ptolomeo I Soter, uno de los mejores generales de Alejandro e iniciador de una dinastía de sangre griega en Egipto, fundó la Biblioteca y el Museo en el año 295 a.C., gracias al consejo de los sabios griegos Eudoxio, Demetrio de Falero, su primer director y bibliotecario, y del propio Aristóteles. Su hijo, Ptolomeo II Filadelfos, llevó a cabo la construcción del Faro, una de las siete maravillas del Mundo Clásico, y el Museo, este último considerado como la primera universidad del mundo en su sentido moderno, ya que compró e incluyó en él las bibliotecas de Aristóteles y Teofrasto, reuniendo 400.000 libros múltiples (symoniguís) y 90.000 simples (amiguís), como lo asevera el filólogo bizantino Juan Tzetzes (c.1110-c.1180) basado en una
'Carta de Aristeas a Filócrates' que data del siglo II a.C.

Por entonces los manuscritos se escribían sobre láminas de papiros, un vegetal muy abundante en Egipto, que crece en las orillas del Nilo. Según nos informa Plinio el Viejo (23-79 d.C) en su obra
Historia Natural, a causa de la rivalidad de la Biblioteca de Pérgamo (Asia Menor) con la Biblioteca de Alejandría, Ptolomeo Filadelfos prohibió la exportación de papiro; en consecuencia, en Pérgamo se inició el uso del pergamino; éste se conseguía preparando la piel de cordero, de asno, de potro y de becerro, siendo el pergamino más resistente que la hoja de papiro y además ofrecía la ventaja de que se podía escribir sobre ambos lados.

Ptolomeo III Everguétis será el fundador de la Biblioteca-hija en el Serapeum (templo dedicado a Serapis, una divinidad que deriva de la unión de Osiris y Apis identificada con Dionisos), en la Acrópolis de la colina de Rhakotis, que sumará 700.000 libros, según el escritor latino Aulio Gelio (123-165 d.C). Ésta finalmente reemplazará a la Biblioteca-madre a fines del siglo I a.C., tras el incendio provocado durante las luchas entre los legionarios de Julio César y las fuerzas ptolemaicas de Aquilas, entre agosto del 48 y enero del 47 a.C. en el puerto de Alejandría. La Gran Biblioteca fue la más grande, rica e importante de la Antigüedad, sobrepasando a sus rivales de Atenas y Antioquía. No sólo griegos, sino también egipcios, fenicios, árabes, persas, judíos e indios buscaban en sus archivos y se sentaban en sus bancos de piedra, bajo sus pórticos, mirando el Faro y el mar azul... La cultura griega se enriqueció aquí, como las restantes, con el contacto de otras.

Su proximidad al mar fue causa accidental de su trágico destino. La mítica Biblioteca ardió como consecuencia de una acción militar de Julio César. Lo cuenta un hispano sobrino de Séneca, el historiador Marco Anneo Lucano (39-65 d.C), en su obra
Farsalia: Julio César, en el 47 a. C., torpemente involucrado en las rivalidades dinásticas alejandrinas, y sitiado por el general Achillas en el palacio real de Lochias, a orillas del mar, mandó incendiar su propia flota, más de sesenta barcos anclados en el Gran Puerto oriental. El incendio se propagó rápidamente a los muelles, y de éstos a la ciudad real y los depósitos de la Biblioteca... "las casas vecinas a los muelles prendieron fuego; el viento contribuyó al desastre; las llamas eran lanzadas por el viento furioso como meteoros sobre los tejados. Los soldados egipcios tuvieron que abandonar el sitio de César para tratar de salvar Alejandría de las llamas". Lucio Anneo Séneca menciona en su 'De tranquilitate animi' la cifra de cuarenta mil libros quemados, citando su fuente, Tito Livio, contemporáneo del desastre. Plutarco también registra el incendio en su Vida de César. Julio César, sin embargo, en su Bellum Civile describe la batalla, pero silencia el desastroso incendio de la Biblioteca, argucia que no sirve sino para poner aún más en evidencia su responsabilidad en el desgraciado accidente. Otros también callarán, como Estrabón, Appiano o Cicerón. Y nadie, hasta el final de la dinastía Julio-Claudia se atreverá a contradecir la vesión de Julio César. Sólo se atrevieron a transgredir la censura política las clases senatoriales y republicanas opuestas al imperio y que consideraba a Julio César como un tirano.

El destino de la Biblioteca-hija no fue mucho más alentador. Durante el siglo IV d.C., tras la proclamación del cristianismo como la religión oficial del imperio romano, la seguridad de los santuarios griegos comenzó a verse amenazada. Los viejos cristianos de la Tebaida y los prosélitos monofisistas odiaban la Biblioteca porque ésta era, a sus ojos, la ciudadela de la incredulidad, el último reducto de las ciencias paganas. Por esa época parecía impensable que un siglo antes allí hubiera estudiado y formado cientos de discípulos un filósofo como Plotino (205-270), fundador del neoplatonismo.

La situación se tornó particularmente crítica durante el reinado de Teodosio I (375-395 d.C), el emperador que no aceptó tomar el título pagano de pontífice máximo y que trató de acabar con la herejía y el paganismo. Por orden de Teófilo, obispo monofisita de Alejandría, que había solicitado y conseguido un decreto imperial, el Serapeum, el complejo que contenía la preciosa Biblioteca-hija y otras dependencias fueron destruidos y saqueados. Tras el edicto del emperador Teodosio I que ordenó cerrar los templos paganos, esta magnífica Biblioteca-hija pereció a manos de los cristianos en el 391, fecha de la violenta destrucción e incendio del Serapeum alejandrino; las llamas arrasaron allí la última biblioteca de la Antigüedad. Según las
Crónicas Alejandrinas, un manuscrito del siglo V, fue el patriarca monofisita de Alejandría, Teófilo (385-412), conocido por su fanático fervor en la demolición de templos paganos, el destructor violento del Serapeum. El historiador y teólogo visigodo Paulo Orosio (m. 418 d.C.), discípulo de san Agustín, en su Historia contra los paganos, certifica que la biblioteca alejandrina no existía en 415 d.C.: "Sus armarios vacíos de libros... fueron saqueados por hombres de nuestro tiempo".

Su desaparición significó la pérdida de aproximadamente el 80% de la ciencia y la civilización griegas, además de legados importantísimos de culturas asiáticas y africanas, lo cual se tradujo en el estancamiento del progreso científico durante más de cuatrocientos años, hasta que sería reactivado durante la Edad de Oro del Islam (siglos IX-XII) por sabios de la talla de ar-Razi, al-Battani, al-Farabi, Avicena, al-Biruni, al-Haytham, Averroes y tantos otros.

martes, febrero 13, 2007

¡Proletarios del mundo, uníos!


Tras leer las duras condiciones a las que se han visto obligados a hacer frente los inmigrantes asiáticos y subsaharianos del buque "Marine I" tras más de dos meses de travesía, me apetece hacer una reflexión personal acerca del mundo en el que vivimos; de este periodo de la historia mundial que comunmente denominamos "globalización".

Hace unos días ví a una familia de inmigrantes subsaharianos que, ya caída la noche, rebuscaban entre restos de comida caducada o en mal estado que una cadena de supermercados había depositado en unos enormes contenedores de basura junto a la puerta trasera. No me puedo imaginar lo duro que debe ser hurgar en la basura para conseguir comida, pero menos me podía imaginar la deshumanización de la gente hasta que oí cómo una mujer que caminaba delante de mí se paró en seco para decir: ¡Que se vayan a su puto país!¡Escoria!.

Yo siempre he visto a los inmigrantes como trabajadores que huyen de la miseria de sus países de origen para sobrevivir, con mayor o menos fortuna, en ese espacio geopolítico que denominamos "primer mundo"; un término paradigmático porque no es una categoría unitaria, ya que que bajo el paraguas del "primer mundo" encontramos desde las mayores fortunas económicas hasta las situaciones de pobreza más extrema. Sólo un dato: los últimos trabajos de Timothy Smeeding señalan que el 20% de la población estadounidense viven bajo el umbral de la pobreza absoluta.

La globalización está trayendo consigo procesos globales de polarización vertical que distancian cada vez más a las élites político-económicas, unidas mediante los negocios empresariales de carácter transnacional, de la población trabajadora. La globalización acentúa los procesos de desigualdad social expandiendo la dinámica del "capitalismo salvaje" a todas las regiones del mundo, por eso sólo un cambio estructural podría dar un vuelco a la situación.

Deberíamos dejar de ver a los inmigrantes como un amenaza que pone en peligro el trabajo en los países del primer mundo y verlos como lo que son, trabajadores que huyen de una situación de injusticia social. Sólo siendo capaces de ver que los inmigrantes sufren unas situaciones de explotación laboral similares a las que, en otra medida, padecen los trabajadores del primer mundo podríamos superar las diferencias. Por eso, y por las diferentes formas de explotación encubierta que afectan a los trabajadores de todo el mundo, apuesto por recuperar el lema de Marx:

¡PROLETARIOS DEL MUNDO, UNÍOS!